La Niña del Ramo de Flores


Andaba por ahí, siempre activa, juguetona. En el brillo de sus ojos denotaba la alegría que le ocasionaba hacer todo lo que hacía. Se detenía para observar a su alrededor y continuaba su contagiosa algarabía.
Quienes la veían disfrutaban su llegada, su paso, su retiro. El camino que transitaba muchas veces estaba pedregoso y ella lo pasaba descalza, mostrando a veces en su rostro el gesto por la incomodidad o dolor que aguantaba y que no la detenía de su ruta trazada.
Muchos se acercaban a ella para disfrutar su cercanía; jugaban con ella pues a todos aceptaba.
Un día alguien dibujó en sus manos una flor, luego otra y otra y otra más. La niña detuvo su andar y se sentó en el lugar donde sus pasos la habían dejado; repasó una a una las flores que le habían puesto color a sus manos; no dejaba de mirarlas ahora con el rostro enmarcando sus ojos asombrados; tocaba cada pétalo y acercaba cada flor a sus mejillas para sentir la tersura y percibir el olor que aspiraba fuertemente como queriendo descubrir al atrevido dibujante.
Recogía cada pétalo que se desprendía y lo guardaba en la bolsa de su vestido que se coloreaba con la tinta que de ellos salía. Toda ella se impregnaba de olores y colores y de nuevo brincaba y saltaba y bailaba para continuar contagiando a quien la miraba.
De pronto, la niña calló. No sonreía y no brincaba ni saltaba, mucho menos bailaba. Sus pies descalzos ya no se movían entre las piedras y demás obstáculos. En su rostro se observaban las huellas del cansancio porque convirtió su alegría en obligación. Las flores del ramo se habían marchitado y ya no estaban en su mano, sino esparcidas por el suelo.
La conocí con la alegría de su risa y sonora carcajada; estuve cuando aparecieron las flores en su mano; la acompañé cuando la fatiga la venció y vi de cerca cómo a pesar del cansancio del cuerpo, mostrado en su rostro, el brillo de su mirada y lo claro de su risa mostraban la celebración de la vida misma; la tomé de la mano, levantó la mirada y me obsequió la magia de su ojos y su boca llevándome a lugares donde el pensamiento y el sentimiento se vuelven uno solo y no hay ni espacio ni tiempo, donde el instante es eterno.
Tomé entonces mis lápices de colores y dibujé en sus manos, alrededor suyo, en todo el camino donde ella pasaba, ramos llenos de flores multicolores con aromáticos y tersos pétalos para que mientras ella brincaba y saltaba y bailaba, sintiese por donde se moviese, la caricia de los sonidos del aire. De nuevo la niña llenaba los espacios con su mirada y sonrisa agradable  y ligera; sus pies desnudos parecían volar por entre las flores mismas y su ropa ahora se pintaba de cada pétalo donde rozaba. Volvía a ser la niña del ramo de flores.


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