En el día del niño

Quizás refleje pesimismo en este escrito; quizás el motivo es por algo descrito en otra publicación hecha hace unos momentos. Me disculpo ante ello si éste es el caso.
De todos mis contactos muy activos de la red social a la que Mark me permite pertenecer, he leído infinidad de carteles que por alguna razón les han agradado y deciden compartirlos conmigo; escritos propios de salutación y felicitación por tan emotivo día de celebración; textos inspirados que son acompañados de fotografías de los hijos cuando pequeños, de los nietos aún niños o de ellos mismos cuando lo fuimos en esa época de hace ya muchísimos ayeres.
Pero ¿qué nos dicen los niños de lo que estamos nosotros los adultos formando, creando, dibujando para ellos? Espero que aún tengamos todos los de mi generación (ya manejo conceptos que acentúan mis años vividos y mis sobresalientes canas) muchos años más de presencia en este bellísimo planeta ¡claro! Pero ¿qué haremos con tanto tiempo que aún nos puede ser concedido?
Celebramos a los niños cercanos, los que conocemos; a los que no, ¿ni en cuenta? Yo no hice nada el día de hoy por y para el niño cuyos padres le restan importancia a su existencia, para aquéllos que deben trabajar para llevar comida a casa –quizás para que los adultos conviertan el dinero en alcohol o drogas -. No felicité al niño que hace malabares en el semáforo de transitada vía; no pensé en el niño que no va a la escuela o que padece de alguna discapacidad motora o intelectual y por ignorancia paterna no han dado la atención debida; hoy no tuve una sencilla oración para el niño de la calle que sobrevive como ha aprendido a hacerlo.
Seguramente levantarán la mano para demostrar su acuerdo porque no es solamente hoy cuando debo de hacerlo. Soy un adulto, ¡además maestro, orgullosamente maestro!, que debo trabajar, luchar con denuedo todos los días por los niños de todas las razas, religiones, clases sociales. No puedo, particularmente hablando, felicitar y celebrar a niños que seguramente se lo merecen, cuando por mi madurez de adulto he participado para crear una sociedad de leyes demasiado flexibles donde se protege al asesino o ladrón, donde los hogares están en desamparo porque quien violente la seguridad con intenciones malévolas tiene los mejores beneficios y protección por sus derechos de humano; por la cantidad de niños y jóvenes que son adictos al alcohol y las drogas y la única solución exigible es tener más policías con mejores vehículos y armas en vez de exigir políticas de atención educativa de alto nivel a las familias que así lo requieran.
Aclaro: ningún niño se tiene la culpa de mi carácter agrio de este momento, promuevo y exijo que a los niños se les deje vivir su infancia como tal; que los papás se preocupen por ellos y apoyo a quien hace lo suyo para que los pequeños tengan mejores espacios para convivir y ser felices todos los días, aun cuando la ingratitud de los adultos los obligue a encontrar caminos para no aceptar sus responsabilidades. Decreto que todos los niños tienen derecho a ser felices;  decreto que los adultos estemos obligados a hacer valer ese derecho.

La utopía hace presa de mí tal vez; sigo sin embargo los pasos franciscanos, hacer primero lo necesario, luego lo difícil y de repente me encontraré haciendo lo imposible.  Señoras y señores, jóvenes y niños lectores de las letras de un servidor, formemos un mejor mundo para que la algarabía infantil no sea de uno, sino de trescientos sesenta y cinco días, trescientos sesenta y seis si es año bisiesto.

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