Me escribe..., no me escribe

Quizás si tuviera en mis manos en este momento una de esas flores que fueron el equivalente a los menjurjes para amarres amorosos del indio Coachiclue, del vidente Eulalio, de la síquica Amanda o sus filiales y agremiados (que también en mi juventud existían, pero no hacían uso de los medios de comunicación como ahora) ya no me concentraría para echar a volar mi yo interno en profetizar si la chica de mis ideas me quiere o no, como si  por simple extracción unitaria de pétalos y sin acercarme o intentar comunicarme con mi enamorada en ciernes fuese el único medio para volverse novio o simplemente sentir el desprecio del azar floral; sino la tomaría entre mis manos para recordar esos pasajes de alternancia en los quereres y sonreír para mis adentros recordando lo que ahora es mero acto infantil ante la madurez de mi carácter como adulto y poseedor de una profesión y un trabajo estable; recorrería con la mirada y después con mis dedos cada línea del perfil de la rosa o de la margarita, del crisantemo o el clavel, tratando de memorizar estas formas y evocar las de las chicas por las cuales suspiré y me enamoré y soñé con el primer beso después de aceptar, porque así lo dictó el último pétalo, ser mi novia de acuerdo con la ley de ese entonces, muy diferente a las premisas y derechos actuales de los novios, cuasinovios o intento de novios que tiene además clasificaciones, articulados, párrafos e incisos que distinguen un número extenso de diversas relaciones entre dos individuos de sexos opuestos, que crecen cuando por permutaciones o combinaciones se añade un tercer o cuarto humano que considera la normatividad al respecto.
Tomaría la flor quizás de un hermoso arreglo, ornato de iglesia o de sala, de centro de mesa de alguna fiesta exclusiva, pero ya no elevaría mis ruegos para que saliera el resultado positivo, sino al paso de los segundos la devolvería a su sitio, tal vez, o la dejaría por ahí sola, sin agua que la mantuviera lozana por más tiempo.
Pero ahora que recuerdo, he dejado a un lado a las flores; tal vez en algún cultivo furtivo brote alguna tan hermosa como la pithaya, tan rara como el ave del paraíso, tan coqueta como las de las hierbas que con ellas se embellecen, tan extravagantes y complejas como la del maracuyá, pequeñas como las de naranja, onduladas y encimadas como las del clavel de la india, olorosas como la limonaria, perfumadas como el galán de noche, tersas como las rosas, nutridas como los crisantemos, erguidas y orgullosas como los lirios o los lilis; y las vería en mi andar por mi patio, mi terraza, mi jardín, mi calle.
Hoy recuerdo la opción en esperanza como un juego. Cuando me he enamorado y al fin he decidido hablar para conquistar ( dejarme conquistar) no he deshojado flor alguna. He prescindido del destructible juego para volverme uno entre dos, para mostrar mi gusto ante una mujer, para llevarla conmigo, a mi lado, en mis ideas, en mis pensamientos; para coincidir o no marcando la diferencia que más nos ata, o nos aleja pero que hacen evocar su recuerdo, necesitar su presencia sin que existan palabras cercanas que nos demuestren la existencia de los dos vueltos carne y sangre.
Al escribir dibujo mi flor. Ahora letra por letra, sílaba por sílaba o palabra por palabra para acabar pronto, redundaría en el azar decisivo del me escribe, no me escribe, pero que ya no va tan sólo por un enamoramiento, sino también va para la plática del amigo o de la amiga, del esposo o de la esposa, del hijo o de la hija, del alumno o de la alumna, esperanza azarosa presentada en cada texto virtual donde expreso una opinión proveniente de no sé dónde, pero que al final, como lo que antecede, queda como un largo testamento que hereda las formas, los recuerdos o lo que esto pueda provocar.
Así las cosas.

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