Los animales en nuestras vidas

¿Cómo es que los animales emocionan nuestras vidas? Recuerdo, cuando niño, acudí al desaparecido Cine Maya, por el parque de la Colonia Alemán, a disfrutar de la película Robinson Crusoe, basada en el libro de Defoe y con la versión mexicana, llevando el papel protagónico Hugo Stiglitz. Todavía hoy en algún video club puede encontrarse esta cinta que es pasada de vez en vez en algún canal de televisión de paga o de señal abierta. El caso es que aprendí la forma de cómo domesticar a un enorme tigre; guardando las proporciones, lo único que tenía en el patio de la casa de mis padres era una quinteta de gatos recién nacidos, excelentes para poner en práctica mis dotes de domesticador de felinos.


Anteriormente ya habían llegado a la casa dos o tres pequeños "felis silvestris catus" que algún alma caritativa (desde mi infantil perspectiva) había abandonado a las puertas del hogar paterno, pero a decir de mis padres, más que nadie de mi madre, los habían tirado porque no los querían. ¿Acaso entonces no deberíamos nosotros como buenos cristianos darles refugio al estar desamparados? La respuesta era la misma: no podían quedarse. Los disfrutamos mis hermanos y yo durante unos minutos, después, no recuerdo cómo, simplemente desaparecían. Pudimos tener uno por más tiempo debido a que llegó con una herida que entre todos, incluyendo papá y mamá, logramos curar. No tardó la práctica médica animal pues en una de sus salidas nocturnas, nuestro gato resucitado formó parte de las estadísticas increíbles para la época pues tuvo la mala fortuna de quedar extendido a media calle, muerto por aplastamiento corporal, producto de que una llanta, quizás dos, con todo y coche encima, le atrapó mientras caminaba o corría.

Con toda esta experiencia y convenciendo a mis hermanos, burlando la vigilancia materna, iniciamos la domesticación de las crías gatunas. No fue fácil, la mamá huía de nosotros aun cuando les llevamos comida, a la cual salían, primero con temor y ya después al acostumbrarse a nuestra presencia, con un poco más de confianza, los cinco gatitos, muy bien bañados por cierto en alusión a Cri-crí, quienes de vez en cuando nos escupían queriendo asustarnos, o nos lanzaban aspavientos con sus patitas delanteras llenas de uñas afiladas que en algún momento probaron nuestros dedos que no fueron demasiado ágiles para reaccionar con todo y mano y separarse rápidamente de la ruta parabólica de las garras de nuestros pequeños tigres. Aprendimos que hay gatitos que no gustan de ser molestados mientras comen; aprendimos a aguantar las heridas y no llorar, simplemente apretar, sobar y callar. Ya más adelante serían descubiertas cuando tuvieran costra y el regaño sería menor, no así la amenaza de llevar a tirar a los animales causantes de nuestras pieles desgarradas pero promotores de nuestra vocación de cazadores en los patios traseros.

Tuvimos entonces a la Reina madre, una gata hermosa, blanca y negra pero en colores estéticamente distribuidos; otra, chilmolita en alusión a la comida chilmole por su parecido con los tonos gastronómicos y que llegó a tener tanta impronta que sus crías las daba en el ropero personal, aun a sabiendas de que eso causaría, quizás, la pérdida de herencia paterna por los destrozos causados. Hubieron casi veintiún gatos, cada uno con sus nombres y que sabían que al tener hambre, debían maullar. Juntos entonces, nietos y abuela, nuestra Otra Mamá, salíamos al patio a alimentarlos.

Sucedió algo que era inevitable: los hermanos crecimos y partimos. Pronto, sólo Otra Mamá salía a darles de comer; era como sentir que todavía estábamos todo el tiempo en la casa con ella – me contó en alguna ocasión.

Los regresos a la casa eran periódicos. Los gatos entonces nos escuchaban y acudían a saludarnos, pero nuestros tiempos ya no permitían jugar con ellos, abrazarlos, acariciarlos. Como todas las cosas de Dios, fueron muriendo unos, otros antes de ello, partieron hacia otras casas en busca de sentirse queridos…

Entre uno y otro felino, tuvimos un perro cruza de bóxer con dálmata. De cachorro muy bien, ya grande, fue necesario regalarlo pues no había ropa que se le escapase, además del gasto en su comida. Llegarían un par de malteses y por ahí se coló alguno malix (indio pues) al que le buscábamos algún rasgo distintivo que nos indicara que en su adn llevaba genes de algún espécimen fino. De pronto, un pequinés cruzado con maltés robaría el corazón de toda la familia. Le llamamos Sir Arthur Schopenhauer; para diferenciarlo de su homónimo le llamamos simplemente Chopi. Yo lo disfruté unos meses, fui el primero en partir del hogar paterno; mis hermanos lo tendrían más tiempo, pero ellos también deberían abandonar el nido en busca del trabajo fecundo que les permitiera la seguridad para formar una familia y cumplir con el precepto divino de salir del hogar que nos vio nacer. Queda el perro con mis padres y el menor de mis hermanos. Yucatán resiente la llegada y paso del ciclón Gilberto, Chopi se moja pues jugó con toda el agua que entraba y salía de la casa; empieza a toser, ya no corre, ya no camina, tose mucho más, solo está acostado…, muere. Durante mucho tiempo no hubo mascota alguna en la casa. No había tiempo para encariñarse y luego sufrir por la partida.

Ahora a mis padres y a nosotros los hijos, nos toca vivir estos momentos en la vida de nuestros hijos. Son los nietos quienes al llegar a la casa de los abuelos empiezan a domesticar a los gatos que por ahí todavía se encuentran, herederos tal vez, de los que en alguna ocasión los hijos, ahora padres y tíos, invitamos a quedarse. Pero ahora los abuelos sólo observan, ya no prohíben. De vez en vez refieren las anécdotas de sus hijos y se las cuentan a los nietos. Todavía hay cierta repulsión a tocar a los gatos y entonces viene el regaño y la orden de soltarlos so pena, ahora sí, de perder la parte proporcional de la herencia cultural y patronímica de la que gozan actualmente.

Ahora, mis hermanos y un servidor conocemos al veterinario, pagamos vacunas, curaciones, alimento especial; ya no son nuestros hijos quienes como nosotros, en la infancia, usábamos los químicos necesarios para salvar la vida de nuestros protegidos. Ya hay alguien de bata blanca en quien se confía y gracias a él, casi un todopoderoso para nuestras mascotas, ya no puede hacerse uso de las sobras de comida, mucho menos de darles la comida en el suelo, ni qué decir de dejar a los animales a la merced del clima en las afueras de la casa. Han de proveerse alimentos de marcas especializadas (siempre hay alguno más barato que puedan comer) y las casas de ellos son de mejor estética que las que en su momento construimos, y hasta el trato hacia ellos es diferente. Pudiera decirse, si se permite la comparación, que nuestros hijos consienten más a sus mascotas que a nosotros sus propios padres.

En la casa, mi hija más pequeña siempre había querido una mascota propia, su hermana mayor ya había tenido algunas y su hermano mayor, estudiante de agropecuaria, tenía en su haber mascotas de todo tipo con las cuales había hecho experimentaciones desde muy temprana edad. Llegado el momento, un gatito negro desvalido apareció en el patio; me asombré al pensar igual que mi madre (en vez de pensar como cuando niño): “seguramente alguien los tiró porque no los querían o porque eran hembras y no machos. No podían quedarse” Me di cuenta que perdía mi alma infantil y estaba madurando. Pudo más sin embargo, la insistencia de mi hija y de su hermana (la mediana) de aceptar al gatito y a su hermanito; ya habían dos mascotas en la casa. Uno de ellos moriría de causa inexplicable; sólo Negrito fue el rey en ese momento. Negrito por el color de su pelaje, porque todos los expertos, un servidor incluso, juramos y perjuramos que era macho; más de uno dijo haberlo revisado y confirmar su género masculino, hasta que Negrito empezó a engordar y sus caracteres secundarios hicieron que confirmemos que nos equivocamos en el sexo felino. Mis hijas y bajo el consejo de alguno de sus hermanos prepararon el camino para el alumbramiento; tres gatos que venían a engrosar al ejército ya formado por calor de mi pequeña, ¿sin darnos cuenta sus padres? Y que incluía al Ceniz, un macho alfa de color gris cenizo, a la Trupis, una gata rayada y blanca que tenía un clon, su hermano, que despareció sin dejar rastro y dos o tres que aprovechaban la hora del alimento, del tipo tal y como se ha descrito anteriormente, y disfrutaban gratis de la llenada del buche.

Pude, junto con mis hijas, disfrutar de los descubrimientos de la observación de los gatitos; mi pequeña hija vivió la apertura de ojos, el caminar desgarbado, la primera escapada de la cuna, el alimento a través del cuerpo de la madre, las primeras excursiones por el patio. Usé algo de mi tiempo para escuchar a mi esposa cuando refería el seguimiento de los hijos a la madre por todo el terreno de la casa, para disfrutar cómo Negrita hacía seguirse por sus crías para mostrarles cómo se caza y se proveen de alimentos, además de los consabidos recomendados por los veterinarios.

Pero al igual que la tortuga que se quedó quieta y murió dejando sus puros huesos, de los conejitos que murieron picados por alguna araña o serpiente, de los otros gatos que tuvieron alguna pelea donde utilizaron sus siete o nueve vidas; de los perros que murieron en aras de la creencia de mi hija mayor de que la medicina y dosis administradas fueron las adecuadas; de los peces pequeños que alguien puso con los grandes y cumplieron con su labor en la cadena alimenticia y padecieron de forma proverbial, hoy Negrita amaneció muerta. Me llaman por teléfono por mi esposa y me dice que mi hija está inconsolable. La noticia me impacta: murió Negrita. Mi hija habla conmigo y está sufriendo, le digo que ahora debe cuidar a sus gatitos, que Negrita murió por defenderlos; ella sólo entiende que Negrita ya no está. Yo mismo recuerdo a la gatita que nos acompañaba a la tienda o a la parada del autobús cual cánido fiel; la gatita que al escuchar el ruido de carro salía a la calle a recibirnos; el animalito que al escuchar que la puerta de la calle se abre, saltaba cual saeta para entrar y correr hacia donde su comida es guardada, maullando para pedir que se le sirviera; el felino sagaz que se agacha y se arrastra, que se hace uno con la tierra y el horizonte para pasar desapercibido ante la presa. El animal que estoy seguro, ofrendó su vida por la de sus hijos; el ser vivo que hoy, me ha emocionado profundamente y me ha motivado a escribir de nuevo.

¿Qué tienen los animales que nos hacen suyos? ¿Debemos cerrar nuestros corazones y no sentir por ellos, no tenerlos, no cuidarlos, no protegerlos? Son parte de nosotros, nosotros ocupamos sus espacios, nosotros les debemos a ellos.

Hay una tarea grande por hacer en la casa. Ver crecer a los hijos de Negrita. Comprar más comida para gatos, para perros, para peces y espero que a mi hijo no se le ocurra regalarme algún ave, pues tengo ya bastantes en mi jaula cuyo límite es el cielo de donde se les prodiga el alimento, mientras en la casa, en el piso de su paraíso, les preparo el árbol para que se posen, me deleiten con sus trinos, chirridos o graznidos y me regalen la visión de sus nidos y el sonido de las crías pidiendo alimentarse muchas veces, durante el día.

Benditos los animales que viven con nosotros y que nos enojan, que nos enternecen, que nos obligan a hacer un alto y observarlos, que nos llenan de olores, sabores y sonidos, de colores, de vientos suaves con sus aleteos, que nos muestran la lucha por la supervivencia, cinta repetitiva que nos demuestra que no debemos apartarnos del universo, sino hacernos uno con él, que nos comprueban con sus pasajes, la existencia Divina, razón de nuestra Fe, de nuestra creencia.

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